Ha llegado la hora de poner punto final a nuestro viaje a Pekín. Tras una semana en la ciudad, hoy va a ser nuestro último día aquí. Pero todavía nos quedan muchas cosas por ver antes de marcharnos mañana a primera hora. Nos dirigimos a la calle Qianmen para dar un paseo y conocer los hutongs de los alrededores.
Cómo llegar a la calle Qianmen
Esta conocida calle comercial se encuentra justo al sur de la plaza de Tiananmen. Para llegar hasta allí, lo mejor es ir en metro y bajarse en la estación de Qianmen, de la línea 2.
Nada más salir a la superficie nos topamos de frente con la puerta sur de la plaza de Tiananmen. Esta puerta, llamada Zhengyangmen (aunque más conocida como Qianmen) data de la dinastía Ming. Justo enfrente de ella se encuentra la Jian Lou o Torre de la Flecha.
De las dos edificaciones, la Torre de la Flecha es la que resulta más imponente. Se trata de una enorme mole de ladrillo gris que se atraviesa para acceder a la calle Qianmen.
No muy lejos de allí, al otro lado de la calle, se levanta una antigua estación de tren. Llama la atención por su aspecto, totalmente europeo. Se trata de la estación de Zhengyanmen, construida por los británicos en 1911 para facilitar el comercio y las exportaciones con otras regiones del interior de China.
La calle Qianmen
La calle Qianmen es una calle totalmente restaurada y orientada al turismo, pero aún así tiene bastante encanto. Además, está surcada por las vías de un antiguo tranvía que se ha recuperado para uso turístico.
Está llena de tiendas de marcas occidentales, como Zara o H&M, además de tiendas tradicionales chinas. Cuando llegamos nosotros todavía es bastante temprano y no hay demasiada gente. Vamos caminando sin prisas calle abajo, mirando escaparates.
Aprovechamos para comprar un poco de té en una tienda especializada y entramos a curiosear en algunas tiendas más. Nuevamente no deja de asombrarnos que en un país supuestamente comunista como China haya proliferado de semejante forma el consumismo más desenfrenado.
Perdiéndonos por los hutongs de los alrededores
Pero lo mejor es dejar la calle principal y pasear por las calles laterales, que son estrechas y mucho más auténticas. También están llenas de pequeñas tiendas y restaurantes, aunque más orientados al ciudadano chino que al turista occidental.
Es una lástima que buena parte de los hutongs de Pekín hayan ido desapareciendo en los últimos años, especialmente desde los Juegos Olímpicos de 2008. Muchos de ellos se han reconvertido en bloques de pisos, perdiendo así una parte importante de la historia urbana de la ciudad. Aunque es cierto que las condiciones de vida en los hutongs suelen dejar mucho que desear, no deja de ser lamentable que se opte por acabar con ellos en vez de convertirlos en lugares dignos en los que vivir.
Continuamos con nuestro paseo matutino y como desayuno tardío nos compramos unas empanadillas rellenas de verduras y huevo que están deliciosas. Comprobamos que por aquí abundan los restaurantes donde se sirve el popular hot pot, del que ya os hablamos en este otro post.
A mediodía aquello ya está bastante lleno y es un hervidero de gente. Seguimos callejeando, pero hay tantísima gente que en algunos momentos apenas se puede andar. Un poco agobiados por la multitud que se agolpa en las estrechas calles, decidimos aprovechar para ir a comer y descansar un poco.
El mejor pato laqueado de la ciudad
No queremos irnos de Pekín sin probar su famosísimo pato laqueado. Hay varios restaurantes de la ciudad que destacan precisamente por su pato. Uno de ellos es el Quanjude. Tiene varias sucursales repartidas por la ciudad, y da la casualidad que en el número 32 de la calle Qianmen hay una. Para nuestro estupor hay una cola larguísima para poder coger mesa. Nos asomamos al local, que es gigantesco y está atestado de gente. No nos gusta nada el ambiente impersonal y el hecho de que esté lleno de turistas, así que decidimos buscar otro lugar.
Llevamos apuntada la dirección de otro famoso restaurante de pato laqueado. Se llama Liqun y está en una de las callejuelas del hutong (11 Beixiangfeng Hutong). Es bastante difícil de encontrar y evidentemente no sale en el mapa que tenemos. Orientándonos como podemos empezamos a dar vueltas hasta que, casi milagrosamente y al borde ya de la desesperación, nos topamos con un cartel con una flecha que nos guía hasta el restaurante, que está escondido en un rincón.
El restaurante Liqun: una experiencia gastronómica única
Esta es sin duda una de las experiencias más chocantes de todo el viaje. El restaurante está en una casa típica, como las demás de cualquier hutong. Esto quiere decir que es muy vieja y está que se cae a pedazos. La entrada es tan horrible como uno se pueda imaginar, pero aún así su cocina tiene fama y eso se nota porque aquí también hay algo de cola.
Entramos dentro y nos apuntamos a la lista de espera. Aprovechamos para echar un vistazo alrededor, y es entonces cuando cualquiera que sea un poco tiquismiquis saldría corriendo sin mirar atrás. El restaurante tiene varias pequeñas salas en torno a lo que antes era un patio central, que ahora está cubierto y lleno de mesas. A la entrada está el horno de leña donde se cocinan los patos. Hay un hombre junto al fuego que se ocupa de esta tarea y con un gancho metálico se encarga de que los patos queden perfectamente tostados.
Nos sentamos fuera a esperar en unos taburetes de plástico y al poco rato nos hacen pasar. Nos dan una mesa pequeña en un rincón donde apenas cabemos. Por suerte el camarero que nos toma nota habla inglés. Ya solo nos toca esperar mientras se hace el pato. El camarero nos advierte que va a tardar aproximadamente una hora, ya que los patos se cocinan según se van pidiendo para garantizar que te los sirvan recién hechos.
Unas condiciones higiénicas más que dudosas
Mientras tanto aprovechamos para observar el lugar con detenimiento. En una de las habitaciones está la zona del fregadero, donde los platos sucios se amontonan a la espera de ser lavados. Las tuberías están a la vista y hay humedades. No sabemos cómo es posible que este lugar permanezca abierto por el departamento de sanidad, pero al parecer incluso ha sido premiado en alguna ocasión.
En otra habitación está la cocina. Hay unas enormes ollas humeantes y una tabla de madera donde el cocinero, con un único cuchillo, corta todos los ingredientes. De hecho, César lo ve comiéndose un trozo del pescado que está sirviendo en un plato. No sabemos cómo estarán de limpios los utensilios de cocina, pero lo que son las puertas de la cocina están llenas de mugre.
Una auténtica delicia
Después de un buen rato de espera (unos 45 minutos) por fin nos traen el pato. Primero nos lo enseñan entero, y después se lo llevan para trocearlo. La piel está perfectamente tostada y crujiente y la carne está muy tierna y jugosa, con la cantidad justa de grasa.
Nos traen las finísimas crepes en las que ponemos el pato junto con unas tiras de cebolleta (también hay pepino, pero no nos lo comemos) y después las enrollamos con las manos con un poco de disimulo y las mojamos en la salsa antes de comerlas.
Es un auténtico manjar y vale cada euro que nos cobran. Es la comida más cara de todas las que hemos degustado. Nos cuesta 252 yuanes (unos 35 euros), pero merece totalmente la pena aunque solo sea por la experiencia de comer en este lugar.
Este restaurante es el ejemplo perfecto de que no hay que dejarse llevar por las apariencias ni por el esnobismo culinario. Muchas veces, cuanto más sencillo es el lugar mejor es la comida. Y el restaurante Liqun puede dar fe de ello.
La calle Dashilar
Tras la comida volvemos a los hutong que rodean Qianmen y paseamos un rato más por allí. Una de las calles a las que merece la pena echarle un vistazo es la calle Dashilar.
Se trata de una de las calles comerciales más antiguas de Pekín y está repleta de tiendas de todo tipo. Se alternan las tiendas más modernas con algunas otras centenarias en las que comprar productos de calidad como té o seda.
Eso sí, es casi imposible dar un paso sin chocar con alguien. Parece mentira la cantidad de gente que hay allí. Al poco rato nos hartamos de que nos estrujen y nos empujen por todos lados, así que nos damos por vencidos y ponemos punto final a la visita.
Unos dumplings deliciosos
Tras descansar un poco en el hotel y dejar preparadas las maletas para mañana, no se nos ocurre nada mejor para decir adiós a Pekín que cenar unos deliciosos dumplings. Ya habíamos intentado localizar el restaurante Niuge Chaotzu sin éxito en otra ocasión. Pero ahora nos aseguramos de llevar la dirección bien anotada y resulta que el restaurante no está demasiado lejos del hotel.
Situado en el número 85 de Nanheyan Dajie, nos acercamos dando un paseo. Y hay que decir que han valido la pena todas las molestias tomadas para encontrar este lugar, porque los dumplings están riquísimos.
La cocina está a la vista y vemos cómo los preparan al momento. Pedimos dos platos, de diez unidades cada uno: uno lo pedimos de carne de burro y chalota, y el otro de puerro y huevo. Están preparados al vapor y nos los sirven enseguida.
Salimos bien llenos y satisfechos con la cena, que solo nos cuesta 74 yuanes (unos 10 euros). Teníamos muchas ganas de volver a comer dumplings porque todavía no se nos ha olvidado lo buenos que estaban los que comimos en el Chinatown de San Francisco.
Tras la cena que pone punto final a nuestro viaje, volvemos un poco tristes al hotel pensando en que tenemos que volver a casa a primera hora de la mañana.
Toca despedirnos de Pekín
Pekín ha resultado ser una gran sorpresa. Muy abierta a Occidente en algunos aspectos (como la forma de vestir, el uso de nuevas tecnologías y el consumismo desenfrenado que parece arrasar entre los más jóvenes), todavía conserva su encanto tradicional en su mayor parte.
Con templos, palacios y jardines asombrosos, ofrece un millón de rincones en los que perderse. Sus hutongs te transportan a otras épocas, y su comida es absolutamente fantástica. Sin duda Pekín es una ciudad cien por cien recomendable para un viaje corto, aunque China ofrece mucho más y nosotros estamos deseando volver para descubrir todos sus secretos.